¡Cuánto tiempo llevamos
perdido por el temor a las palabras, por identificar los términos con lo que
connotan y no con lo que realmente significan! Porque resulta que disciplina es
un concepto “militarista”, “dictatorial”, más propio de otros tiempos que de la
época en que vivimos. Y ¿qué época vivimos? Creo que el juez Calatayud me
permitirá que trascriba algunas de sus palabras, pronunciadas en una magistral
ponencia que realizó recientemente en Zaragoza bajo el epígrafe Justicia y
educación: “Hemos evolucionado mucho en muy poco tiempo. La traducción en el
ámbito de la educación de esa gigantesca transformación es el siguiente: hemos
pasado del padre autoritario, del padre preconstitucional, a la corriente
psicopedagógica según la cual hay que dialogar, hay que argumentar y hay que
razonar todo con nuestros hijos. Pero, como en España no tenemos término medio,
hemos dejado atrás a los padres autoritarios y nos hemos convertido en colegas
de nuestros hijos: de un extremo, al opuesto. Y no somos colegas de nuestros
hijos. Somos sus padres y punto.”
Y es cierto: porque son
tantos los mensajes, muchas veces contradictorios que nos llegan, que padecemos
desorientación. Aquí no se trata de que todo se dialogue o todo se imponga:
sencillamente se trata de que el sentido común impere. Porque toda convivencia,
toda relación humana, todo colectivo se rige por normas sin las que las
relaciones serían simplemente imposibles. La clara diferenciación de los roles
de unos y otros, el respeto, la responsabilidad, la implicación, el compromiso,
la asunción de obligaciones, el cumplimento de horarios y tareas, son valores
educativos irrenunciables. Añadía el juez: “Nuestros menores conocen y ejercen
todos sus derechos, que no son pocos. Pero no saben nada de deberes. Y los
tienen”; es precisamente la exigencia de esos deberes lo que debemos demandar a
nuestros hijos – y a nuestros alumnos-.
Pero cuidado: se predica
también con el ejemplo: y educar en valores supone “practicarlos”, “dar
ejemplo”. La autoexigencia con uno mismo es un vehículo esencial de liderazgo,
aplicable también al profesorado y aquí conviene de nuevo insistir en los
términos y clarificarlos nítidamente: porque no es lo mismo poder que autoridad
(con las leyes se puede ejercer poder, pero no autoridad, ni mucho menos
adquirir carisma). Qué equivocados están aquellos docentes que piensan que
yendo de “colegas” consiguen ganarse a los alumnos porque al final, cuando
quieren rectificar- siempre- ya no tiene remedio y entonces, sus errores, nos
salpican a todos.
La autoridad en la
escuela, lo que se denomina autoridad práctica, se fundamenta en normas concretas
de conducta para un comportamiento social e individual e incluye la disciplina
y el orden en el centro escolar. Como decía el profesor Laporta: “sin orden en
el aula y en el centro será imposible cumplir el propósito educativo: el
seguimiento de las reglas en una sociedad es condición necesaria para
desarrollar un proyecto personal de vida”. Efectivamente, a respetar las reglas
debe aprenderse en la escuela y en la familia. Ni el profesor puede pasar
quince minutos de su clase en un rifirrafe con los alumnos, ni los padres en
continua tensión poniendo en cuestión las normas del colegio delante de sus
propios hijos cuando, en muchos casos, se quejan de que ellos mismos “son
incapaces” de conseguir de que en casa cumplan las que les corresponden. Seamos
conscientes de aquí nos jugamos mucho y pongámonos manos a la obra. Y no están
los tiempos para dar largas a la toma de decisiones: de nuevo insisto en que
aquí todos somos culpables.
¡Cuánta irracionalidad!